Cristina Messnik  

                                                                                         

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                           ***

Atención, tren de Viena Estación Central a Bucarest Norte sale de la vía 9.

Salimos. No puntualmente, pero ¡qué más daba! Me esperaba un viaje larguísimo de todos modos e íbamos a perdernos igual por tiempos olvidados, así que tampoco importaba. En cuanto me montaba en aquel tren ya no había vuelta atrás: mis recuerdos de infancia se apoderaban de mí.

Y las ruedas tiraban, corrían sin pudor, acelerando al máximo, como locas, patinando, no, mejor dicho, volando sobre las vías. De vez en cuando, una mano larga de metal parecía tirar de las riendas para frenarlas. Entonces significaba que habíamos pasado por una de las estaciones de mi itinerario previsto. Cada vez, el viaje en donde crecí, en mi tierra, hacía que mi pulso subiese - a mí que lo tenía bajo y tranquilo - pues aquellos viajes me llevaban adonde una vez había decidido irme. 

En el momento de partir, de regresar a casa, que sí, que todavía puedo llamarla casa aunque la haya dejado, mi corazón empieza a golpear más fuerte, rápido, como si estuviese competiendo con el ritmo de aquellas ruedas metálicas que me prometieron llevarme sin fracaso; hasta se hubieran atrevido a cruzar bordes conmigo, atravesar países ajenos, hacia una mentalidad antigua, poco acogedora de lo nuevo. Hasta ahí llegaba mi itinerario.  

Cuando el tren se detenía, se detenían mis pensamientos con él. Respiraba hondo y me decía: ¡venga va!

Me dirigía hacia el país, hacia la ciudad que había recorrido mil veces, conociendo todas sus calles, bañándome en su arroyo pequeño y ágil que rastreaba de punta a punta sin miedo. Por aquel entonces yo era una cría.

Los veranos solía pasármelos en la casa de mi abuela junto con unos primos míos. A todos nos gustaba estar en su casa y aunque nos sentíamos libres de vivir ahí, convivíamos muy cerca uno con otro, y la casa no era grande, incluso había veces que discutíamos entre nosotros, quién era el siguiente en la lista para dormir en la misma cama con la abuela. Noto que me alejo un poco de la parte del agua, así que dejo a la abuela por ahora, que en paz descanse, porque a ella le dedicaré un todo capítulo. Era la mujer que más me fascinó en mi infancia y es digno de concederle unas cuantas páginas.   

Volviendo al aquel corriente de agua, pedrosa, pero de una limpieza que podábamos contar todos los pececitos que llevaba a dentro, arriba vivía mi abuela. En la parte baja, yo con mi madre. En aquel entonces, el arroyo atravesaba nuestra pequeña ciudad entera y llevaba el mismo nombre. Recuerdo que mis primos solían ir a un taller mecánico muy cerca y traían consigo un gran flotador de caucho negro todo hinchado con aire. Una rueda inmensa era. Lo llamábamos cameră.  

Así que llevábamos la camera al arroyo y salíamos a navegar por el agua hasta que llegábamos a donde yo vivía. Era una distancia bastante larga, y nos caíamos de vez en cuando, y parábamos, nos reíamos y descansábamos un rato. Encajábamos tres o cuatro de nosotros, todos del culo con las piernas hacia dentro. “Intentemos de equilibrar nuestro peso“, nos decía un primo mío mayor, para poder estar en el agua lo más posible. A veces dábamos vueltas y vueltas, según la curva que hacía el agua, y ahí perdíamos el equilibrio. Teníamos chancletas de goma que se nos caían en el agua la mayor parte del tiempo. Las sandalias de goma que mi madre me compraba en el Mar Negro o me quedaban pequeñas o ya las había perdido, y en el mercado ruso de nuestra ciudad sólo encontrábamos chancletas de goma transparente donde no podía dar con mi numero. Me quedaban grandes toto el tiempo.

Tardamos un rato en recorrer al agua con la camera y había un punto donde el arroyo se desembocaba en un río grande, mucho más fuerte y profundo. En cuanto llegabamos ahí, salíamos fuera y rodábamos con la cámara de camino a casa. Era pesada de llevar y demasiado grande, así que la llevábamos rodando con la mano hasta la casa de la abuela. Regresabamos a la orilla del arroyo y el sol no paraba de quemarnos la piel desnuda. 

Otras veces, en casa de mi madre, salía con los demás chichos vecinos a jugar. Nos quedábamos fuera todo el día y para no entrar en casa comíamos todo lo que caía en nuestras manos. Robábamos zanahorias, cebollas, manzanas verdes de los huertos para que luego cada vez me daba dolor de barriga. Jugábamos como locos, sin cansancio, hasta que por la noche nos llamaban para que entráramos en casa. 

Dibujábamos una línea en el asfalto con la tiza, decíamos que era nuestro terreno. Una vez marcado el terreno empezábamos darle la pelota. Los coches pasaban de vez en cuando, uno gritaba: ¡ahí viene! Se conducía despacito, mientras nosotros jugabamos la pelota en la calle. La amenaza venía de otra parte, teníamos que cuidar la cabeza porque era la época de recoger las nueces y nuestra entrada estaba llena de árboles ricos de nueces. Se tiraba con fuerza los palos a los árboles y las nueces caían, con ramas, con todo. 

Eran perfectas. Les quitábamos la cascara con un cuchillo pequeño, que cada uno lo tenía en su bolsillo, y las comíamos al momento. A mi madre le gustaba hacer confitura con ellas, a mí, me gustaba sentarme fuera con los demás, limpiándolas hasta que se me ennegrecían las manos y hablabamos de todo. No teníamos tanto ácido cítrico para lavarnos los manos como necesitábamos. Solo ese ácido te lo lavaba de las manos. Bueno, el con agua y jabón, también, pero pasaban meses.  

Y así, andábamos el primer día de clase, ocultandonos las manos hasta que la profesora las veía y nos reñía. Cuando la negrura heredada desaparecía, volvíamos a ser nosotros.

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