Cristina Messnik  

                                                                                         

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                                ***

 
Aquella luz en penumbra, desde la esquina del ángulo estrecho entre la pared y el armario, aquella luz en penumbra me recuerda a una atmósfera cargada que no puedo explicar. Algo que me empujaba al fondo detrás del armario. Un espacio que entonces me servía de refugio, a mí, una niña recién adoptada de apenas tres años. Ahí es donde empieza mi memoria de la infancia. 

Según mi madre adoptiva estaba muy asustada cuando me trajeron del orfanato. Tan asustada que, si me hablaban o me miraban, me ponía a llorar. A menudo me escondía detrás de aquel armario del que no salía durante horas. De mayor le preguntaba a mi madre si sabía por qué lloraba:

-        No, no lo sé, nadie sabía. No te trataba mal, al contrario, te cuidaba cuando dormías, me inclinaba sobre ti para ver si aún respirabas. Estaba preocupada, no sabía lo que significaba tener una hija pequeña. 

Dicen que los primeros años te marcan la infancia y yo los viví en un orfanato. Con catorce años quise visitar aquel lugar de donde mis padres adoptivos me llevaron y encontré mi nombre escrito grabado en una cama de barrotes de hierro junto a otros nombres. 

Costumbre decían. ¿Qué clase de costumbre es esa? ¿Una cama que atestigua la existencia de una niña que pasó por ella que se queda como un sello? Dangalizare en rumano significa marcar con un hiero ardiente. Se hacía con vacas, bueyes, también esclavos. La palabra tiene sus raíces en la lengua turca damga que significa sello, estigma incluso. Algo así se siente, como si no fuera suficiente con que nos haya marcado la vida, también tenemos que estar marcados por los lugares por los que pasamos. 

Esas letras que componen mi nombre gravado en el hierro, las llevo conmigo y las siento como si arrastrase la camita entera con todos los niños dentro. El peso de los otros niños que han pasado por ello son voces que me llaman que no quieren quedarse solas, voces que sufren y lloran a cantaros sintiéndose no queridas; voces con las que de vez en cuando hablo, las escucho.

Al llegar a casa de mis padres adoptivos no hablaba. Según me contaron no empecé a hablar hasta los cuatro años. Ellos ya se resignaron, con que su hija no iba a hablar, hasta que un día le aconsejaron a mi madre de robar un trozo de pan a una gitana para dárselo de comer a su niña. Así haciéndola hablar. Y se atrevió mi madre. Robó un trozo de pan de una gitana arriesgando ser atrapada:

-        ¿Qué haces mujer? 

-        Es que, me dijeron que si robase un trozo de pan tuyo mi hija empezaría hablar …

Y la gitana se río.

-        Llévatelo que, si va a hablar como yo, te hartarás de ella. 

Son las palabras que recuerdo de mi madre contándome. Y como por encanto parece que empecé a hablar, soltando palabras que inundaban, arroyos que fluían, hablaba como una cascada me dijeron. 

Un día, todavía pequeña, me golpee la ceja derecha. Llevaba una blusa blanca y caminaba de la mano de mi padre hacia el columpio. Él me parecía grande y fuerte, yo le cogía la mano con fuerza. Acababa de mostrarme un nido de cigüeñas cuando me soltó la mano. Al regresar me encontró caída debajo del columpio con la blusa cubierta de sangre. Recuerdo que me cosieron en la policlínica. Recuerdo que llegué a casa y mi padre me trajo un pajarito en sus manos. También recuerdo que ese pajarito empezó a volar por toda la casa, no paraba de trinar y golpeaba contra lo que encontraba, hasta que se le abrió la ventana del cuarto de baño y salió disparado.
                           
                                ***


En los inviernos, en Rumania por entonces, teníamos metros de nieve días y días. Tormentas de nieve, altas, muy altas. Frente a mi bloque de apartamentos, sólo había abierto un camino estrecho para poder adelantar. Para nosotros niños era una aventura. Como vivíamos en la planta baja me subía a un taburete, atravesaba la ventana y caminaba en la nieve. Mi madre me regañaba. 

-      ¡Eres como los gitanos! ¡No somos gitanos!

-      Pero mamá ¿por qué salen los gitanos por las ventanas? 

Entonces yo no entendía a qué se refería mamá. Fue más tarde que me fui dando cuenta sobre los prejuicios contra los gitanos. 

También me acuerdo de mi padre enfermo, aunque yo por entonces no lo sabía. Me arrastraba por la ciudad en un trineo pintado de azul y con las cuerdas   que parecía que se iban a romper.  Me abrigaban con una bufanda muy gruesa que me tapaba la boca -no me gustaba- un gorro de piel ruso con orejas y una manta en mi regazo. Sentada en el trineo, solía cerrar los ojos y me imaginaba que iba tirada por caballos. En invierno los carruajes estaban decorados con campanillas y tintineos, tan bonitos que no se podía apartar los ojos de ellos. Cubiertos con alfombras de lana y toallas tradicionales bordadas en rojo y negro, los carruajes, abiertos, llevaban mujeres, niños y ancianos, en su mayoría gitanos. Se les oía llegar desde lejos. Las campanillas sonaban al ritmo de los caballos y los niños parecían cantar a su ritmo. 

Los carruajes rumanos, básicamente tienen la forma de largas cajas de madera con ruedas. Dos delante y dos detrás. Un tablón perpendicular servía de banco donde se sentaba el conductor. Si tenía que llevar invitados todos viajaban sentados en el suelo de la caja. Algunos más traviesos se sentaban en el borde de los escalones de madera del exterior. Cuando nevaba mucho a los carruajes se les quitaban las ruedas y se les ponía una especie de riel de madera que los convertían en trineos. Pues yo soñaba ir con ellos.

Aquellos tiempos de inviernos helados han quedado grabados en mi mente. En las noches oscuras, débilmente iluminadas, solo veía la silueta de mi padre -firme y constante- llevándome a casa.  Yo, detrás de él. Todo helado: la bufanda, la nariz, el aire que respiraba.

Según un portal de internet refiriéndose a las temperaturas invernales de entonces en Rumania: 

“O altă iarnă din această categorie, cea din 1984-1985 nu a fost doar friguroasă, cu temperaturi ce s-au “dus” iarăși sub -30 de grade, ci și extrem de lungă, durând până aproape în aprilie”.  

"Otro invierno de esta categoría, el de 1984-1985 no sólo fue frío, con temperaturas que de nuevo "bajaron" de los -30 grados, sino también extremadamente largo, durando casi hasta abril". [1]

A pesar del frío adoraba ir a patinar. Unos primos me habían regalado patines de piel negra deteriorados que eran mucho más grandes de que yo llevaba. Y los mismos primos trabajaban en la entrada de la pista de patinaje. Esperaba en la cola y cuando se acercaba la hora de entrar y pagar decían: 

-      Es mi prima. Dejadla entrar.

La pista me parecía enorme. Brillante, con música y llena de gente. Mis patines eran tan grandes que casi no podía patinar sin agarrarme a la pared. Pero no me molestaba, disfrutaba y llegaba a casa feliz con los pies doloridos del frío que hacía. En casa mi padre me quitaba las botas y mi madre me preparaba un cuenco de agua caliente para poner los  pies. Un borde de cama. Los tres sentados juntos. Aquello era todo para mí entonces. Del fuego de la chimenea las chispas saltaban incontroladas y la madera se hacía cada vez más pequeña. Cuando íbamos a la cama solíamos llevar un ladrillo que se calentaba en la estufa todo el día y nos mantenía caliente hasta la madrugada. 


[1] https://vremea.ido.ro/stiri/1412-cele-mai-geroase-ierni-din-istoria-romaniei-1412/             

                              
                              ***


Era un día de verano, seguro, porque hacía calor y recuerdo que estuve jugando fuera toda la tarde. No llevaba mucha ropa, una camiseta y unos pantalones cortos. Correr me hacía sudar y, sin embargo, no dejaba de jugar con los otros. Pillapilla era. El sabor salado del sudor en mi frente, pasándole con la mano para quitarlo, no me importaba. Y el brillante sol reflejaba su luz con tanta fuerza en mi camino que veía parpadeos. Tampoco me molestaba. Porque me encantaba jugar al aire libre con los demás. 

Durante las vacaciones de verano podía pasármelo todo el día fuera solo para no tener que entrar en casa, porque mamá siempre daba tareas: “haz esto y aquello", y a mí eso no me gustaba. Si tenía que ayudar en casa, me ponía a soñar enseguida estando con la cabeza en otro lugar para no darme cuenta de lo que estaba haciendo de verdad: quitar el polvo de la vitrina. Pero en un día tan hermoso como ese, no era el caso. Me dejaban estar fuera, mamá estaba en su trabajo y mi padre cuidaba de mí. Todavía lo puedo ver ante mis ojos: sentado en un taburete justo a la entrada de nuestro bloque, mirándome jugar.

-      Cristinica, ¡tráeme mis dulces de la cocina por favor! 

-      Pero estoy jugando papá ¿puedo hacerlo más tarde?

-      No, venga, hazlo ahora.

Entonces salía corriendo y le llevaba a mi padre las pastillas y tabaco que quería. Eran sus caramelos.

Por muy bonito que fuese, todo aquello me resultó triste después. Mi padre murió a los cuarenta y nueve años y los caramelos que le llevaba eran morfina para aliviar su dolor. Como Ricardo Piglia dijo una vez: Un cuento siempre cuenta dos historias, así fue con nosotros también. Por un lado, la niña de nueve años que sólo tenía juegos en la cabeza y, por otro, el dolor y el sufrimiento de su padre. 

La enfermedad le debilitó tanto que sólo podía caminar con dificultad. De ahí el taburete y el sentarse en las escaleras. 
Me pregunto: ¿Cuál es el significado de este recuerdo? Si hubiera sabido que tata estaba tan enfermo que iba a morir, desde luego no le habría llevado el tabaco que le atacaban los pulmones. Era pequeña y todo aquello me resultaba demasiado grande para comprenderlo.

                             
                                  ***             


Estaba acostumbrada ver a tata enfermo por la casa. Mi madre le reñía a menudo por no levantar las piernas y por deshacer las alfombras. Hasta que se puso tan mal que tuvo que ser hospitalizado. En el hospital, mi madre y su hermana lo cuidaban por turnos. Las condiciones de los hospitales rumanos de entonces dejaban mucho de desear. Eran tiempos turbulentos de un régimen que debería haber caído ya, tiempos crueles que se robaron a mi padre todavía joven. 

Cuando lo visitaba, rara vez veía gente por los pasillos. Alguna vez una silueta rápida doblando una esquina en bata blanca. Pasillos grandes y vacíos y olor a hospital. Recuerdo una gran puerta que costaba mucho abrirla. Detrás, una habitación semioscura, llena de camas y mi padre cubierto por una camisa desabrochada colgando sobre su cuerpo.

A veces, no me reconocía. Gemía y miraba al techo. Yo me colocaba al lado de su cama y le sostenía la mano. Mi madre hablaba con él:  

-      ¡Mira tată! Cristinica ha venido a verte. 

Me duele recordar esta historia. Respiro profundo y vuelvo a esa habitación con paredes enormes y blanquecinas. Algunas persianas mal colgadas en las ventanas enmarcadas con madera pintada de blanco que ya no parecía blanco. Era abril y un frío atroz entraba por las ventanas. Los cojines colocados en las ranuras za no cumplían más su función. Junto a la cama de mi padre yacía un conocido suyo que no paraba de hablar cada vez que me veía. Ahora, realmente no lo sé:  ¿Se fue a casa antes que mi padre?

Al final nos dijeron que no había nada que hacer (creo que fue cuando vi por primera vez un médico en el hospital). Trajeron a mi padre a casa. Mamá quería que muriera con nosotras a su lado. Él ya no me reconocía. De hecho a nadie. Se encontraba entre la vida y el más allá. Todavía no estaba decidido. Yo no entendía ¿por qué mi padre, el mío, fuese el que se tenía que marchar?

Nuestra casa estaba llena de gente que entraba y salía y con papá en una cama en el salón. Respiraba con dificultad y mamá le mojaba los labios. Había una vela encendida. En la fe ortodoxa se dice que hay que irse al otro mundo acompañado de una lumânare. Llamaron al sacerdote que conocía a mi padre y le decía:  

-      Vasile, ¿cómo fue posible que terminaras así? ¿Recuerdas que te encontraba en la calle?... y no-sé-qué y-no-sé-cómo... 

Después se fue el sacerdote y todavía estábamos esperando. Mamá y los demás decían que mi padre esperaba a su madrina, que la habían avisado y que estaba de camino. Al día siguiente llegó la madrina y le estuvo hablando de una manera serena. A mí me mandaron a la escuela aunque no quería. Me aseguraron de que me llamarían si pasaba algo. No mucho después me avisaron. No sé describir aquel momento: solo me acuerdo de que el camino me parecía muy largo y, aunque vivíamos cerca de la escuela, me costaba llegar. 

Al entrar varias personas se me acercaron. Tata no gemía como lo dejé. Tenía sobre su pecho un pequeño plato que sostenía una vela ardiendo. Todos lloraban y me eché a llorar con ellos. 


El funeral fue una gran ceremonia. A tata lo conocían muchos en la pequeña ciudad. Una de las pocas personas que llevaba a los gitanos en su taxi. El racismo y la exclusión de los gitanos eran muy frecuentes por aquel entonces. No necesitaba que nadie me lo dijera, podía verlo. Como era costumbre, se hacía una ronda final con los muertos a través de la ciudad, un último paseo. Tata fue transportado por un camión, abierto por arriba y conmigo sentada junto al ataúd llena de miedo. Porque sí, ver a mi padre muerto a mi lado, me daba miedo. Abajo, todos los que querían presentar un último homenaje seguían el coche en una cola negra. Tres sacerdotes, y entre ellos toda la comitiva de la iglesia, desfilaron delante del coche. Se oían muchos lloros, sobre todo cuando el claxon de varios coches enmudecía. Sus compañeros, los chóferes, salían de calles laterales tocando el claxon, uniéndose a la cola de gente. Todo lo pude observar desde arriba. Además, un grupo de músicos gitanos acompañó el paseo hasta el cementerio. A mi padre le encantaba el acordeón. 

Al cementerio cerraron la caja con clavos. Cada golpe un puñal. En casa, la caja, había pemanecido abierta durante los tres días. El tercer día, cuando lo sacaron de casa, mi padre cambió de cara. La gente decía: "el hombre lamenta tener que dejar su mundo". Sosteníamos tierra en nuestras manos tirándola junto con las flores en la tumba. ¡Qué esta tierra se convierta en luz sobre ti! decíamos llorando. Entonces empezó a tronar y llover con fuerza. Y otra vez la gente decía: "este hombre debía haber sido buena persona que hasta el cielo llora por él". 

           
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