Cristina Messnik  

                                                                                         

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Atención, tren de Viena Estación Central a Bucarest Norte sale de la vía 9.

Salimos. No puntualmente, pero - qué más daba - me esperaba un viaje larguísimo de todos modos e íbamos a perdernos igual por tiempos olvidados, así que tampoco importaba. Yo ya sabía, cuando me montaba en aquel tren ya no había vuelta atrás y mis recuerdos de infancia se apoderaban de mí.

Y las ruedas tiraban, corrían sin pudor, acelerando al máximo, como locas, deslizándose, no, mejor dicho volando sobre las vías. De vez en cuando, una mano larga metálica parecía tirar de las riendas para frenarlas. Cada vez, el viaje en donde crecí - en mi tierra - hacía que mi pulso subiese - a mí que lo tenía tan bajo y tranquilo - pues aquellos viajes me llevaban adonde una vez había decidido abandonar. 

En el momento de partir, de regresar a casa, que todavía puedo llamarla casa, aunque la haya dejado, mi corazón empieza a latir más fuerte, rápido, como si estuviese competiendo con el ritmo de aquellas ruedas metálicas que me prometieron llevarme sin fracaso; hasta se hubieran atrevido a cruzar fronteras conmigo, atravesar países ajenos, hacia una mentalidad antigua, poco acogedora de lo nuevo. Hasta ahí llegaba mi itinerario.  

Cuando el tren se detenía, se detenían mis pensamientos con él. Respiraba hondo y me decía: ¡venga va!

Me dirigía hacia el país, hacia la ciudad que había recorrido mil veces, conociendo todas sus calles, bañándome en su arroyo pequeño y ágil que rastreaba de punta a punta sin miedo. Por aquel entonces yo era una cría y los veranos solía pasarlos en la casa de mi abuela junto con unos primos míos. A todos nos gustaba estar en su casa, nos sentíamos libres de vivir ahí, aunque convivíamos muy cerca uno con otro y la casa no era grande. Había veces que discutíamos entre nosotros, quién era el siguiente en la lista para dormir en la misma cama con la abuela. Tanto nos gustaba estar a su alrededor.

Pero noto que me alejo de la parte del agua, así que dejo a la abuela - que en paz descanse - porque a ella le dedicaré un todo otro capítulo. Era la mujer que más me fascinó en mi infancia.   

Volviendo a aquella corriente de agua, (pedrosa, pero de una limpieza que se podía contar los pececitos que llevaba a dentro), arriba vivía mi abuela. Yo con mi madre, en la parte baja. El arroyo atravesaba nuestra pequeña ciudad entera y llevaba el mismo nombre que la ciudad. Recuerdo que mis primos solían ir a un taller mecánico y traían consigo un gran flotador de caucho negro todo hinchado con aire. Una rueda inmensa era. Lo llamábamos cameră.  

Así que llevábamos la camera al arroyo y salíamos a navegar hasta que llegábamos a donde yo vivía. Era una distancia bastante larga, y nos caíamos de vez en cuando, y parábamos, nos reíamos y descansábamos un rato. Nos sentábamos tres o cuatro encima de la camera y nuestras piernas tocaban el agua. “Intentemos de equilibrar nuestro peso“ decía mi primo mayor. A veces, según la curva que hacía el agua, perdíamos el equilibrio. Llevábamos chanclas que se nos caían en el agua la mayor parte del tiempo y las piedras afiladas nos hacían cortes en los pies. Decíamos un “ay” y levantábamos la pierna contemplando la sangre que corría. Al salir del agua la sangre dejaba de fluir. Las sandalias, con tiras en la parte trasera, que debían protegerme - las que mi madre me compraba en el Mar Negro - o se me habían quedado pequeñas, o las había perdido en el agua, y en el mercado ruso de nuestra ciudad sólo encontrábamos chanclas de goma transparente donde no podía dar con mi número. Me quedaban grandes todo el tiempo.

Tardamos un rato en recorrer el agua con la camera y había un punto donde el arroyo se desembocaba en un río más grande, mucho más fuerte y profundo. Antes de llegar allí, salíamos y rodábamos con la camara de camino a casa. Era pesada de llevar y demasiado grande, así que la llevábamos rodando con la mano, y nos tocaba a todos, hasta la casa de la abuela. Regresábamos en la orilla del arroyo y el sol nos quemaba la piel desnuda. 

Otras veces, en casa de mi madre, salía con los demás chichos vecinos a jugar. Nos quedábamos fuera todo el día y para no entrar en casa comíamos todo lo que caía en nuestras manos. Robábamos zanahorias, cebollas, manzanas verdes de los huertos para que luego cada vez me daba dolor de barriga. Jugábamos como locos, sin cansancio, hasta que por la noche nos llamaban para que entráramos en casa. 

Dibujábamos una línea en el asfalto con la tiza, decíamos que era nuestro terreno. Una vez marcado el terreno empezábamos darle la pelota. Los coches pasaban de vez en cuando, uno gritaba: ¡ahí viene! Se conducía despacito, mientras nosotros jugábamos la pelota en la calle. La amenaza venía de otra parte, teníamos que cuidar la cabeza porque era la época de recoger las nueces y nuestra entrada estaba llena de árboles ricos de nueces. Se tiraba con fuerza los palos a los árboles y las nueces caían, con ramas, con todo. 

Eran perfectas. Les quitábamos la cascara con un cuchillo pequeño, que cada uno lo tenía en su bolsillo, y las comíamos al momento. A mi madre le gustaba hacer confitura con ellas, a mí, me gustaba sentarme fuera con los demás, limpiándolas hasta que se me ennegrecían las manos y hablábamos de todo. No teníamos tanto ácido cítrico para lavarnos los manos como necesitábamos. Solo ese ácido te lo lavaba de las manos. Bueno, el agua con jabón, también, pero durba mucho aquello.  

Y así andábamos el primer día de clase, ocultándonos las manos hasta que la profesora las veía y nos reñía.

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