Los viernes por la tarde venían los hermanos gitanos a visitarnos. Ellos vivían unas casas más allá del arroyo. Aún puedo oír a mi abuela diciendo:“Vengan, chicas, los muchachos están aquí”. Se llamaban Marius y Cristi. Mi madre me reñía cuando se enteraba de que pasaba tiempo con ellos. En nuestra ciudad los gitanos no estaban bien vistos. Se les culpaba de todo, se decía que no eran limpios y que robaban. Yo no entendía a mi madre, además, me gustaba Marius, un chico un poco gordito, pero con una cara tan bonita y unos ojos tan oscuros que me sentía derretirme cuando me sonreía. A Cristi, al hermano, le gustaba mi prima. Iba con ella en la misma clase. En la ciudad se decía que la familia de los dos hermanos gitanos se había integrado mejor que otras familias gitanas. Sin embargo, ellos nunca entraban en el jardín. Se quedaban fuera al lado de la verja en la calle y nosotras del otro lado, en el jardín. Hablábamos hasta que oscurecía y la abuela nos llamaba para que entráramos en casa.
Al día siguiente, nos volvíamos a encontrar por la mañana temprano. Ellos y su vaca nos esperaban en el puente. Íbamos con la vaca a pastorear. Cristi con mi prima y la vaca delante, y Marius y yo detrás, porque tenía miedo de la vaca. Con Marius no nos hablábamos mucho, nos mirábamos el uno al otro y nos sonreíamos. Debíamos de tener unos 12 años. Una vez arriba se ponía peligroso, porque unos perros de pastores andaban sueltos y ladraban mientras venían corriendo hacia nosotros. Los dos chicos los espantaban como podían con piedras y todo lo que encontrasen en el suelo hasta que venían los pastores y llamaban a sus perros. A veces llevábamos bastones con nosotros para protegernos.
Hacia el atardecer era la hora de volver a casa y la abuela nos esperaba en la verja. Solíamos llevarle flor del cuco que solo crecía allí arriba. La usaba junto con sus hierbas cuando nos dolía algo o estábamos enfermos. No sé si lo he mencionado, pero, según mi parecer de entonces, mi abuela era una bruja famosa.