La ciudad donde crecí forma parte de la región de Bucovina, territorio de los Habsburgo hasta principios del XIX. Las culturas germánicas y judías han estado siempre muy presentes. Antes de la guerra, mi abuela convivía y se relacionaba con judíos. Trabajó para varias familias judías e hizo muchos amigos entre ellos. Incluso la casa donde vivía había pertenecido a una familia judía que tuvo que huir antes de la guerra, dejando todo al azar. Me interesa esta cuestión. Busco el censo de mi ciudad. En 1930 la población se distribuía así:
“6.042 personas, entre ellas 2.425 alemanes (40,13%), 1.951 judíos (32,29%), 1.357 rumanos (22,45%), 161 polacos (2,66%), 61 rutenos (1%), 17 eslovacos y checos, 11 armenios, 11 húngaros, 7 rusos, 5 gitanos, 4 serbios, eslovenos y croatas, 3 griegos, 28 de otras naciones y 1 de nacionalidad no declarada".[1]
Interesante ¿no? Además de alemanes y judíos resulta que había rutenos, armenios, gitanos... ¿Cuáles son las 28 otras naciones perdidas en un rincón del mundo, exactamente en mi pequeña ciudad? ¿Y quién se pudo permitir en aquellos tiempos no declarar su nacionalidad?En cualquier caso, cuando personas abandonaban sus casas y la guerra no acabó destruyéndolas, el Estado rumano se hacía cargo de las viviendas como casas nacionalizadas. En 1944, una semana después de su nacimiento, mi madre adoptiva entró en la casa de mi abuela, con sus padres y su hermano mayor como familia refugiada, porque venían de otra región que había sido terriblemente atacada.
“Según el censo de 1941, 2.771 de los 5.883 habitantes de la ciudad (incluidos los pueblos vecinos) eran judíos (47,10% de la población). El 10 de octubre de 1941, en un solo día, 2.945 judíos fueron deportados […] a campos de Transnistria […]En la primavera de 1944, sólo 100 supervivientes regresaron a la ciudad devastada por la guerra.”[1]
De niña, el camino a casa de mi abuela, me parecía interminable. Ella vivía en las afueras de la ciudad, donde solo había casas. En el barrio donde yo vivía, solo había bloques de pisos. Aunque el camino se me hacía largo, me gustaba mirar en los jardines de la gente y me acercaba todo lo que podía hasta que algún perro que vigilaba me ladraba. Esto me sacaba de mi estado de sueño. Andando pasaba también por delante de una sinagoga: una casa redonda blanca, muy grande con cúpulas enormes con un jardín digno de admirar. Hasta que un día empezó a notarse que ya nadie lo arreglaba. Las hierbas crecían y estaban casi tragando aquel edificio. Más tarde comenzaron a demoler aquella sinagoga.
Lo que noto en todo este proceso de recordar, es que, si empiezo a profundizar, cuanto más excavo, descubro detalles que ni pensaba que los tenía.
Según mi abuela, los pocos judíos que volvieron después de la guerra se vieron prácticamente obligados a abandonar de nuevo la ciudad. La vida se les hizo tan difícil que muchos de ellos decidieron regresar a Palestina. Tal fue el caso del Dr. Bichler. Durante muchos años mi abuela trabajó como cocinera para un tal Dr. Bichler y esta relación se convirtió en una amistad muy cordial. Podía llevar a sus hijos con ella y se le permitía que se llevase comida a casa. Era médico de familia y fue uno de los pocos que volvieron a Palestina. Hasta su muerte, mantuvo correspondencia con ella y le enviaba un paquete de vez en cuando, la mayoría comida. Según lo que le llegaba, la abuela lo escondía en el armario suyo del salón. La casa de la abuela nos permitía entrar por una acera de cemento que conducía a la parte trasera, donde en la esquina una veranda, llena de leña, con pequeñas ventanas muchas, nos daba la bienvenida. A continuación, había dos cuartos espaciosos. El primero con una gran estufa para cocinar con dos camas, una mesa sólida con sillas y un viejo banco que también era un baúl, en rumano laiţă.
Yo amaba aquel banco pintado en verde esmeralda. El escondite perfecto para mí y mis primos. Por no hablar de la gran mesa. Éramos muchos nosotros los primos y nos sentábamos a la mesa y comíamos juntos y hacíamos tonterías y la abuela nos permitía. La segunda habitación también, con una enorme estufa de cerámica, otras dos camas, una vitrina y otra mesa con sillas y el armario famoso. En cuando al armario ese, podría contarles un montón. Allí escondía de todo. Incluso los copos de avena, que el Dr. Bichler le enviaba los guardaba en él. Hasta que hubo un tiempo en que no llegaban más paquetes. A partir de aquel momento, todos lo teníamos claro. Esos copos se habían vuelto aún más preciosos para la abuela. Rara vez sacaba la bolsa con la avena, y cuando lo hacía, se producía un silencio, un momento mágico absoluto. Todos los primos nos sentábamos a la mesa a esperar con los platos vacíos, fingiendo que ya estábamos comiendo, llevándonos una cucharada llena de aire a la boca. Nos miramos y reíamos en silencio, mientras tanto ella preparaba los copos. Nunca olvidaré ese olor tan cálido que parecía ponernos a todos en trance. Una vez la avena estaba preparada, recibíamos un plato de esa papilla pegajosa y éramos perfectamente felices.
Además, Dr. Bichler cuando se fue a Palestina le dejó a mi abuela sus ventosas con las que él trabajaba. Faltara que alguien se ponía enfermo y ella lo curaba. El aludido se tumbaba con la espalda desnuda. Ella tomaba una a una las pequeñas copas de cristal, las impregnaba de alcohol, prendiendo fuego a un bastoncillo con un trozo de algodón en sus bordes. Todo esto bajo mi mirada aturdida de niña. Después, iba poniendo las ventosas sobre la espalda del enfermo. La piel del interior de los vasos se volvía de todos los colores, se hinchaba hasta que al cabo de un rato las quitaba produciendo un ¡plop! que siempre me dejaba con la boca abierta. Para mí, la abuela era casi una bruja. Su jardín me parecía un cuadro. En la parte de derecha se veía la acera cubierta de viñas como un pequeño pasillo sombreado y vis-à-visel gallinero con las gallinas corriendo una detrás de otras. Al lado de ellas, en un rincón, estaba la jaula de los perros atados. Y justo encima de la mitad de jardín estaban los tendederos. A veces no solo se secaba la ropa, sino también bolsas de plástico. Cada una tenía un aspecto diferente, era de distinto color o estaba arrugada. Los huertos y las flores se encontraban delante de las ventanas hacia la acera rodeadas por una verja. Todo ello muy ordenado. Al entrar una fuente vieja saludaba con su agua fresca.
Desde que la conozco, la abuela, tenía una mesa en el mercado de la ciudad y todos los días, excepto los domingos, iba a vender sus verduras y hierbas. Por la mañana, preparaba el carrito y tiraba de él al mercado. Vendía de todo: verdad y fantasía. La gente le compraba todo. Era famosa por conocer varios remedios de hierbas. Muchas de ellas las plantaba en su jardín y otras las recogíamos nosotros, los niños, en la colina y se las llevábamos. Ella las secaba en el desván, un lugar espantoso, por cierto. Todo estaba podrido, más bien cayéndose a pedazos.
Que mi abuela pudiese curar a la gente con sus viejos remedios me fascinaba. Su vitrina estaba llena de frascos de colores con diversas cosas flotantes dentro. A menudo me paraba a mirar atónita preguntándome cómo era posible que ese contenido asqueroso ayudara a curar enfermedades. Sin embargo, mi abuela se fue sin contestarme.
Era muy religiosa y nos enseñó a rezar también a nosotras, mi prima y a mí. Íbamos a la iglesia todos los domingos, tanto a la católica como a la ortodoxa y siempre antes de acostarnos rezábamos. Al principio, solo la abuela tenía un rosario, con perlitas blancas, transparentes que a la hora de sacarlo de su armario no podía parar de mirarlo. Hasta que un día recibimos uno propio. La mirábamos rezando y la imitábamos incluso que aquello duraba mucho y sentía como mis rodillas me dolían. A menudo la cabeza se me iba y pensaba en otras cosas. Cuando se les contaba, me decían que era el diablo quien intentaba distraerme de lo bueno. Entonces, me esforzaba en concentrarme más para sacar al diablo de mi cabeza.
Quería ser como ellas dos, que pasaban horas de rodillas con los ojos cerrados sin moverse; pero no, yo me ponía inquieta, abría los ojos y miraba soñadora la lámpara de aceite que la abuela había encendido antes de empezar con la oración. Que, para mí, el momento de encenderla era casi santo. Seguía sus movimientos exactamente. Cuando crecimos, nos permitió hacer nosotras las lámparas de aceite. Finalmente podía mostrarle de que era capaz. Luego solía tomar el rosario en los manos, y empezaba rezar: "María, llena eres de gracia; el Señor es contigo, bendita eres entre todas las mujeres …” Era una de mis oraciones preferidas.
Antes de dormir, mi prima y yo, le pedíamos a la abuela que nos contara una de sus historias. A su vez, además de su fantasía desbordante, nos hablaba de su vida. La guerra, nos decía: “había dejado un gran vacío. Huía embarazada con tu madre y a su hermano, tu tío, lo llevaba de la mano. Estaba sola porque a tu abuelo se lo habían llevado al ejército y después estuvo desaparecido tres años. Lo creía muerto, cuando un día apareció en la puerta. Él había perdido el oído y tu madre mientras tanto había nacido.”
Los lunes por la mañana iba a ir a la escuela. La abuela solía peinarme cada vez que salía de su casa. Me sentaba al borde de la cama, ella, recogiéndome el pelo en una trenza. Entonces, empezaba a contarme algo, algo que quizás había escuchado mil veces antes, daba lo mismo, siempre tenía preguntas y la escuchaba perdida a gusto en sus palabras.
[1] https://ro.wikipedia.org/wiki/Cimitirul_evreiesc_din_Gura_Humorului