Salimos. No puntualmente pero qué más daba, me esperaba un viaje larguísimo de todos modos e íbamos a perdernos igual por tiempos olvidados. Sabía, cuando me montaba en aquel tren ya no había vuelta atrás y mis recuerdos de infancia se apoderaban de mí. Y las ruedas tiraban, corrían sin pudor, acelerando al máximo, como locas, deslizándose, no, mejor dicho volando sobre las vías. De vez en cuando una mano larga metálica parecía tirar de las riendas para frenarlas. Cada vez el viaje en donde crecí hacía que mi pulso subiese -a mí que lo tenía tan bajo - pues aquellos viajes me llevaban adonde una vez había decidido abandonar.
En el momento de partir, de regresar a casa, que todavía puedo llamarla casa, aunque la haya dejado, mi corazón empiezaba a latir más fuerte, rápido, como si estuviese competiendo con el ritmo de aquellas ruedas metálicas que me prometieron llevarme sin fracaso; hasta se hubieran atrevido a cruzar fronteras conmigo, atraversar países ajenos hacia una mentalidad antigua, poco acogedora. Hasta ahí llegaba mi itinerario. Cuando el tren se detenía, se detenían mis pensamientos con él. Respiraba hondo y me decía: ¡venga va!
Me dirigía hacia el país, hacia la ciudad que había recorrido mil veces, conociendo todas sus calles, bañándome en su arroyo pequeño y ágil que rastreaba de punta a punta sin miedo. Por aquel entonces yo era una cría y los veranos solía pasarlos en la casa de mi abuela junto con unos primos míos. A todos nos gustaba estar en su casa, nos sentíamos libres de vivir ahí, aunque la casa no era grande. Había veces que discutíamos entre nosotros, quién era el siguiente en la lista para dormir en la misma cama con la abuela.
Volviendo a aquella corriente de agua, (pedrosa, pero de una limpieza que se podía contar los pececitos que llevaba a dentro), arriba vivía mi abuela. Yo con mi madre, en la parte baja. El arroyo atravesaba nuestra pequeña ciudad entera y llevaba el mismo nombre que la ciudad. Recuerdo que mis primos solían ir a un taller mecánico y traían consigo un gran flotador de caucho negro todo hinchado con aire. Una ruedainmensa. Lo llamábamos cameră.
Así que llevábamos la camera al arroyo y salíamos a navegar hasta que llegábamos a donde yo vivía. Era una distancia bastante larga y nos caíamos de vez en cuando en el río y parábamos, nos reíamos y descansábamos un rato. Nos sentábamos tres o cuatro encima de la camera y nuestras piernas tocaban el agua. “Intentemos de equilibrar nuestro peso“ decía mi primo mayor. A veces, según la curva que hacía el agua, perdíamos el equilibrio. Llevábamos chanclas que se nos caían en el agua la mayor parte del tiempo y las piedras afiladas nos hacían cortes en los pies. Decíamos un “ay” y levantábamos la pierna contemplando la sangre que corría. Al salir del agua la sangre dejaba de fluir. Las sandalias con tiras en la parte trasera que debían protegerme - las que mi madre me compraba en el Mar Negro - o se me habían quedado pequeñas, o las había perdido en el agua, y en el mercado ruso de nuestra ciudad sólo encontrábamos chanclas donde no podía dar con mi número. Me quedaban grandes todo el tiempo.Tardamos un rato en recorrer el agua con la camera y había un punto donde el arroyo se desembocaba en un río más grande, mucho más fuerte y profundo. Antes de llegar allí, salíamos y rodábamos con la camara de camino a casa. Regresábamos en la orilla del arroyo y el sol nos quemaba la piel desnuda.
Cuando hacía mucho calor todos los primos íbamos al agua para lavar las alfombras. ¡Qué bien me lo pasaba! aunque me dolía la espalda de tanto inclinarme para fregar los ambos lados con cepillo de madera y jabón. En realidad, solo lavábamos mi prima y yo. Los varones ayudaban a llevar todo allí, pero una vez llegados solo jugaban entre ellos o se reían echándonos agua. La abuela nos daba una rebanada de pan con mantequilla y una botella de sifón que nos llevábamos al arroyo. Comíamos y discutíamos quién de nosotros había comido más y siempre había alguno que iba a casa a buscar otra vez comida. Al terminar, colgábamos las alfombras en la verja del jardín y las dejábamos escurrir durante días. De vez en cuando las girábamos hacia el otro lado. Las verjas de nuestra calle estaban llenas de tapices de diferentes colores. Se olía la humedad cálida cuando pasábamos junto a ellas y los colores bailaban al aire libre. Era todo un carnaval.
De niña pasába mucho tiempo en el arroyo. A veces venía una excavadora que bajaba el dique. Era un espectáculo que no me lo podía perder. Se cavaba un hueco en el río para que pudiéramos bañarnos en él. Ahí es donde tienen sus raíces mis comienzos en la natación. El primo mayor estaba siempre intentando pescar, atrayendo los peces con trozos de polenta para luego arrojar los chiquititos en el pozo profundo del jardín de la abuela. Del pozo bebíamos todos, tirábamos la manivela envuelta en una cadena de metal que tenía un cubo colgado del extremo de un gancho y disfrutábamos de un trago de agua fresca y sorbamos todos de la misma taza.
Otras veces, en casa de mi madre, salía con los demás chichos vecinos a jugar. Nos quedábamos fuera todo el día y comíamos todo lo que caía en nuestras manos. Robábamos zanahorias, cebollas, manzanas verdes de los huertos para que luego cada vez me daba dolor de barriga. Jugábamos como locos, sin cansancio, hasta que por la noche nos llamaban para que entráramos en casa. Dibujábamos una línea en el asfalto con la tiza, decíamos que era nuestro terreno. Una vez marcado el terreno empezábamos darle la pelota. Los coches pasaban de vez en cuando, uno gritaba: ¡ahí viene! Se conducía despacito, mientras nosotros jugábamos la pelota en la calle. La amenaza venía de otra parte, teníamos que cuidar la cabeza porque era la época de recoger las nueces y nuestra entrada estaba llena de árboles ricos de nueces. Se tiraba con fuerza los palos a los árboles y las nueces caían, con ramas, con todo. Eran perfectas. Les quitábamos la cascara con un cuchillo pequeño y las comíamos al momento. A mi madre le gustaba hacer confitura con ellas, a mí, me gustaba sentarme fuera con los demás, limpiándolas hasta que se me ennegrecían las manos y hablábamos de todo.
Y así andábamos el primer día de clase, ocultándonos las manos hasta que la profesora las veía y nos reñía.