-¡Mira tată! Cristinica ha venido a verte.
Me duele recordar esta historia. Respiro profundo y vuelvo a esa habitación con paredes enormes y blanquecinas. Algunas persianas mal colgadas en las ventanas enmarcadas con madera pintada de blanco que ya no parecía blanco. Era abril y un frío atroz entraba por las ventanas. Los cojines colocados en las ranuras ya no cumplían más con su función. Junto a la cama de mi padre yacía un conocido suyo que no paraba de hablar cada vez que me veía. Ahora, realmente no lo sé: ¿Se fue a casa antes que mi padre?
Al final nos dijeron que no había nada que hacer (creo que fue cuando vi por primera vez un médico en el hospital). Trajeron a mi padre a casa. Mamá quería que muriera con nosotras a su lado. Él ya no me reconocía. De hecho a nadie. Se encontraba entre la vida y el más allá. Todavía no estaba decidido. Yo no entendía ¿por qué mi padre, el mío, fuese el que se tenía que marchar?
Nuestra casa estaba llena de gente que entraba y salía y con papá en una cama en el salón. Respiraba con dificultad y mamá le mojaba los labios. Había una vela encendida. En la fe ortodoxa se dice que hay que irse al otro mundo acompañado de una lumânare. Llamaron al sacerdote que conocía a mi padre y le decía:
-Vasile ¿cómo fue posible que terminaras así? ¿Recuerdas que te encontraba en la calle?... y no-sé-qué y-no-sé-cómo...
Después se fue el sacerdote y todavía estábamos esperando. Mamá y los demás decían que mi padre esperaba a su madrina, que la habían avisado y que estaba de camino. Al día siguiente llegó la madrina y le estuvo hablando de una manera serena. A mí me mandaron a la escuela aunque no quería. Me aseguraron de que me llamarían si pasaba algo. No mucho después me avisaron. No sé describir aquel momento: solo me acuerdo de que el camino me parecía muy largo y, aunque vivíamos cerca de la escuela, me costaba llegar. Al entrar varias personas se me acercaron. Tata no gemía como lo dejé. Tenía sobre su pecho un pequeño plato que sostenía una vela ardiendo. Todos lloraban y me eché a llorar con ellos.
El funeral fue una gran ceremonia. A tata lo conocían muchos en la pequeña ciudad. Una de las pocas personas que llevaba a los gitanos en su taxi. El racismo y la exclusión de los gitanos eran muy frecuentes por aquel entonces. No necesitaba que nadie me lo dijera, podía verlo. Como era costumbre, se hacía una ronda final con los muertos a través de la ciudad, un último paseo. Tatafue transportado por un camión, abierto por arriba y conmigo sentada junto al ataúd llena de miedo. Porque sí, ver a mi padre muerto a mi lado, me daba miedo. Abajo, todos los que querían presentar un último homenaje seguían el coche en una cola negra. Tres sacerdotes, y entre ellos toda la comitiva de la iglesia, desfilaron delante del coche. Se oían muchos lloros, sobre todo cuando el claxon de varios coches enmudecía. Sus compañeros, los chóferes, salían de calles laterales tocando el claxon, uniéndose a la cola de gente. Todo lo pude observar desde arriba. Además, un grupo de músicos gitanos acompañó el paseo hasta el cementerio. A mi padre le encantaba el acordeón.
Al cementerio cerraron la caja con clavos. Cada golpe un puñal. En casa, la caja, había pemanecido abierta durante los tres días. El tercer día, cuando lo sacaron de casa, mi padre cambió de cara. La gente decía: "el hombre lamenta tener que dejar su mundo". Sosteníamos tierra en nuestras manos tirándola junto con las flores en la tumba. ¡Qué esta tierra se convierta en luz sobre ti! decíamos llorando. Entonces empezó a tronar y llover con fuerza. Y otra vez la gente decía: "este hombre debía haber sido buena persona que hasta el cielo llora por él".