Durante las vacaciones de verano podía pasármelo todo el día fuera solo para no tener que entrar en casa, porque mamá siempre daba tareas: “haz esto y aquello", y a mí eso no me gustaba. Si tenía que ayudar en casa, me ponía a soñar enseguida estando con la cabeza en otro lugar para no darme cuenta de lo que estaba haciendo de verdad: quitar el polvo de la vitrina. Pero en un día tan hermoso como ese, no era el caso. Me dejaban estar fuera, mamá estaba en su trabajo y mi padre cuidaba de mí. Todavía lo puedo ver ante mis ojos: sentado en un taburete justo a la entrada de nuestro bloque, mirándome jugar.
-Cristinica, ¡tráeme mis dulces de la cocina por favor!
-Pero estoy jugando papá ¿puedo hacerlo más tarde?
-No, venga, hazlo ahora.
Entonces salía corriendo y le llevaba a mi padre las pastillas y tabaco que quería. Eran sus caramelos.
Por muy bonito que fuese, todo aquello me resultó triste después. Mi padre murió a los cuarenta y nueve años y los caramelos que le llevaba eran morfina para aliviar su dolor. Como Ricardo Piglia dijo una vez: “Un cuento siempre cuenta dos historias”, así fue con nosotros también. Por un lado, la niña de nueve años que sólo tenía juegos en la cabeza y, por otro, el dolor y el sufrimiento de su padre.
La enfermedad le debilitó tanto que sólo podía caminar con dificultad. De ahí el taburete y el sentarse en las escaleras.
Me pregunto: ¿Cuál es el significado de este recuerdo? Si hubiera sabido que tata estaba tan enfermo que iba a morir, desde luego no le habría llevado el tabaco que le atacaban los pulmones. Era pequeña y todo aquello me resultaba demasiado grande para comprenderlo.