Cristina Messnik  

                                                                                         

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Aquella luz en penumbra, desde la esquina del ángulo estrecho entre la pared y el armario, aquella luz en penumbra me recuerda a una atmósfera que no puedo explicar. Algo que me empujaba al fondo detrás del armario. Un espacio que entonces me servía de refugio, a mí, una niña recién adoptada de apenas tres años. Ahí es donde empieza mi memoria de la infancia. 

Según mi madre adoptiva estaba muy asustada cuando me trajeron del orfanato. Tan asustada que, si me hablaban o me miraban, me ponía a llorar. A menudo me escondía detrás de aquel armario del que no salía durante horas. De mayor le preguntaba a mi madre si sabía por qué lloraba:

       -No, no lo sé, nadie sabía. No te trataba mal, al contrario, te cuidaba cuando dormías, me inclinaba sobre ti para ver si aún respirabas. Estaba preocupada, no sabía lo que significaba tener una hija pequeña. 

Dicen que los primeros años te marcan la infancia y yo los viví en un orfanato. Con catorce años quise visitar aquel lugar de donde mis padres adoptivos me llevaron y encontré mi nombre escrito grabado en una cama de barrotes de hierro junto a otros nombres. 

Costumbre decían. ¿Qué clase de costumbre es esa? ¿Una cama que atestigua la existencia de una niña que pasó por ella que se queda como un sello? Dangalizare en rumano significa marcar con un hiero ardiente. Se hacía con vacas, bueyes, también esclavos. La palabra tiene sus raíces en la lengua turca damga que significa sello, estigma incluso. Algo así se siente, como si no fuera suficiente con que nos haya marcado la vida. 

Esas letras que componen mi nombre gravado en el hierro, las llevo conmigo y las siento como si arrastrase la camita entera con todos los niños dentro. El peso de los otros niños que han pasado por ello son voces que me llaman que no quieren quedarse solas, voces que sufren y lloran a cantaros sintiéndose no queridas; voces con las que de vez en cuando hablo.

Al llegar a casa de mis padres adoptivos no hablaba. Según me contaron no empecé a hablar hasta los cuatro años. Ellos ya se resignaron, con que su hija no iba a hablar, hasta que un día le aconsejaron a mi madre de robar un trozo de pan a una gitana para dárselo de comer a su niña. Así haciéndola hablar. Y se atrevió mi madre. Robó un trozo de pan de una gitana arriesgando ser atrapada:

       -¿Qué haces mujer? 

       -Es que, me dijeron que si robase un trozo de pan tuyo mi hija empezaría hablar …

Y la gitana se río.

       -Llévatelo que, si va a hablar como yo, te hartarás de ella. 

Son las palabras que recuerdo de mi madre contándome. Y como por encanto parece que empecé a hablar, soltando palabras que inundaban, arroyos que fluían, hablaba como una cascada me dijeron. 

Un día, todavía pequeña, me golpee la ceja derecha. Llevaba una blusa blanca y caminaba de la mano de mi padre hacia el columpio. Él me parecía grande y fuerte, yo le cogía la mano con fuerza. Acababa de mostrarme un nido de cigüeñas cuando me soltó la mano. Al regresar me encontró caída debajo del columpio con la blusa cubierta de sangre. Recuerdo que me cosieron en la policlínica. Recuerdo que llegué a casa y mi padre me trajo un pajarito en sus manos. También recuerdo que ese pajarito empezó a volar por toda la casa, no paraba de trinar y golpeaba contra lo que encontraba, hasta que se le abrió la ventana del cuarto de baño y salió disparado.
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