Ayer te vi entrando por la puerta
de tu jardín abandonado,
andabas orgullosa
con el sombrero echado
ligeramente,
no mucho, pero a un lado.
Verdes los guantes de cuero
ocultaban las manos
que hace poco besaba,
finos tus dedos que a lo largo
me acariciaban,
tremblaba yo desnuda
espejándome en ti,
dejándome tragada por el vaivén,
deseo insaciable
que nos llevó a ambas
felices al Edén.
Al sentirme, giraste los ojos,
sin aliento yo me hice de estatuas,
tan casi sin parpadear
que nu hubiera querido perder ni un vislumbre,
por tanto que decidí quedar
en tu jardín abandonado
y, a menudo,
sin disfraz,
paseaba de vez en cuando.